
En realidad, una persona del “común” o del imaginario colectivo, ¿Qué pensará acerca del teatro? ¿Para qué creerá que sirve? ¿Servirá para algo “serio”? Dentro de mi proceso de formación he sentido la obligación de hacerme esa pregunta y muchas más para poder entender y afirmar cuál es mi compromiso desde mi arte o si es que existe alguno. José Antonio Sánchez en su texto trae a colación un término que sinceramente hasta el momento para mí era desconocido, la alteridad, la capacidad de ser otro, la condición o estado de ser otro o diferente; me hace percibir de esta manera, que los que optamos por vivir por y para el arte de la presentación, tenemos la posibilidad de ser la voz de otros, de los que no tienen voz, de los que no tienen historia, ser la voz y la presencia de donde ya no existe memoria. ¿Por qué? Porque de alguna manera así lo han planeado y perpetrado los sistemas de poder, los medios de comunicación manipulados y los intereses individuales que maquinan con sus proyecciones de acumulación de riqueza y daño desmedido a la naturaleza dejando a muchas personas invisibles y sin voz, pero para mí sería eso, la reivindicación a través del teatro de su historia, que también es mi historia. A eso mismo, de una manera más técnica, podríamos decir entonces que la práctica artística es indisociable de la vida.
Así como el grupo peruano Yuyachkani empezó a hacer de sus obras una restitución de los hechos, en Colombia el TEC de Buenaventura y la Candelaria de Garcia, vivían la escena desde nuestro propio conflicto, nuestra guerra, nuestros desaparecidos, lo que somos.
La construcción de una realidad escénica exige una inmersión en la realidad histórica, es decir, y trasladándonos a un lenguaje político, el que no conoce su historia está condenado a repetirla, pero para fortuna de la sociedad y el teatro de su época, los métodos de creación colectiva de estos dos grupos colombianos han logrado ya, a través de más de cinco décadas, conciliar la historia y la memoria, asumir la actuación de los otros, de los invisibles, de los silenciados. Para esta misma construcción de la realidad escénica también se necesita la voluntad de análisis de una realidad concreta y el deseo de intervenir en ella, y es allí donde me refiero que brota la importancia de conocer cuál es en realidad nuestra labor como artistas del teatro y no es otra que alborotar conciencias. De esta manera Rubio desde Perú y García desde Colombia pretendieron que la memoria silenciada ingresara a la historia. Augusto Boal desde Brasil construyó otro concepto de teatro y acompañado obviamente de un discurso de realidad escénica diferente y lo más cercano posible a lo que hemos reflexionado últimamente acerca del aquí y el ahora del hecho escénico; el teatro del oprimido o teatro invisible, hizo que el espectador participara de la misma acción de la escena, lo hizo protagonista, testigo y elector de todo lo que sucedía en tiempo real y en condiciones casi utópicas, solo por el hecho de no saber que se encontraba “actuando en aquel instante” si no que estaba participando de la fiesta de la vida. Así Boal y Gatti trataron de hacer entrar en la historia a sujetos rechazados por la sociedad ofreciéndoles los medios para formular su propio discurso, en su entorno, donde ocurre la vida, donde son ellos en verdad sin convenciones ni ensayos. Más hacia el norte Molina y Carlson se conforman con poner en escena a quien nunca ha tenido acceso a ella.
Abordando el tema de teatro y realidad, me reafirma un camino de la profesión que nos compete, importa el aquí y el ahora, pero nuestra ignorancia y perdida información ancestral es infinita, un vistazo a nuestra memoria histórica quizá no ahorre unos cuantos dolores de cabeza, cualquier rayo de luz y si viene del teatro pues bienvenido sea.
Por Andrés Vásquez